miércoles, 20 de abril de 2011

Planetas imaginarios












No es verdad que hayan sido los científicos los primeros en descubrir planetas habitables en lejanas estrellas, el primero en descubrir un plantea maravilloso fue el escritor Antoine de Saint-Exupéry en su maravilloso librito titulado “El principito”. El principito vive en un pequeño planeta, el asteroide B 612, en el que hay tres volcanes (dos de ellos activos y uno no) y una rosa. Pasa sus días cuidando de él, y quitando los árboles baobab que constantemente intentan echar raíces allí. De permitirles crecer, los árboles partirían su planeta en pedazos.

Dirán mis lectores que esto es una broma. ¿Cómo hablar de planetas imaginarios en una ventana de la ciencia? Pues no es una broma, lo digo en serio y les cuento porque. Pero antes de nada déjenme que les diga que la fantasía no está lejos de la ciencia y que los sueños de nuestros escritores en muchos casos son anticipados pronósticos que el futuro desvelará como ciertos.

La ciencia en su incansable búsqueda de explicaciones y respuestas mantiene un frente muy activo en lo que se refiere a la búsqueda de planetas similares al nuestro que pudieran albergar vida. Ocurre que el hombre quizá se siente solo y desea un “hermano cósmico” y lo busca con la añoranza que su propia materia le despliega en el corazón, Somos “polvo de estrellas” y buscamos nuestro origen y también a nuestros hermanos allá afuera. O quizá, este mundo se nos quedó pequeño y deseamos ampliar nuestro horizonte. Lo cierto es que la ciencia apunta sus instrumentos de observación hacia las estrellas buscando un objeto que orbite en torno a una estrella, de color verde azulado, con una atmósfera parecida a la nuestra y poblado de seres.

Quizá en la memoria de nuestros genes hay un resquicio de luz que nos llega de esos lugares remotos y con esa luz queremos trazar la senda que nos lleve a ellos para abrazarles, sentir el calor de la hermandad y ver cumplido el sueño del “gen perdido” de nuestros hermanos.

¿Qué hacen los astrofísicos para buscar planetas? Del mismo modo que la aparición de la vida sobre nuestro planeta responde a una serie de circunstancias abonadas por el azar y, habida cuenta de la dificultad que entraña la consecución de una mínima maquinaria biológica para permitir el desarrollo de la vida, la cosa no es fácil. Sin embargo, con un sencillo cálculo probabilístico, que ya en su día hicieron los defensores de la vida extraterrestre, podemos afirmar que son millones de planetas los candidatos a albergar vida. ¡Qué maravilla!

Es tentadora la idea de encontrarnos con nuestros hermanos ahí afuera o aunque no fuesen hermanos pongamos que sólo sean primos o, si me apuran, parientes lejanos, ¡qué sé yo!, seres,… seres que se miren al espejo de las galaxias y se reconozcan como lo hacemos nosotros. ¡Sería fantástico!

Hoy, la radioastronomía y los telescopios ópticos que orbitan lejos de nuestra atmosfera y hasta en la proximidad de algún planeta como lo hace el Hubble, permiten realizar un barrido del espacio cósmico muy detallado, fijando su atención en estrellas que alberguen sistemas planetarios similares al nuestro. Es cierto que las estrellas más próximas a nosotros, candidatas a tener asociados estos sistemas planetarios, están muy lejos y la probabilidad de que aquellos supuestos seres, que habiten alguno de sus verdeazulados planetas, hayan podido viajar hasta nosotros o siquiera envirarnos alguna señal o mensaje que testifiquen su existencia, es muy baja. Pero cada día crece la lista de candidatos y la esperanza de encontrarnos con ese planeta y de gritar, como ya lo hizo aquel famoso grumete Rodrigo de Triana que navegaba en la carabela “Pinta” de la expedición de Colon, en lugar de “tierra a la vista”, ¡planeta a la vista!

El afán por internarse en el horizonte y buscar su origen y su destino a la vez, ha impulsado al hombre a emprender fabulosas aventuras a lo largo de su existencia como civilización. Seguramente ese afán de conquistar el océano detrás del horizonte o las estrellas en el manto negro de la noche es el motivo último, la razón de nuestra existencia como especie.

Poca diferencia, en lo sustancial, existe entre unas y otras aventuras. La imaginación del ser humano envuelve sus sueños y alimenta ese faro en la orilla del océano cósmico que es desde donde miramos cada noche el universo. No importa que su luz llegue tarde, que esas estrellas que vemos ya no existan, porque la espera de su luz las hizo languidecer y morir, no importa que se rompan una y otra vez los hilos de esta cometa que ponemos en el cielo para ascender por ella hacia el misterio. El ser humano no descansará nunca en su búsqueda.

Galileo, Copérnico, Kepler, nos miran desde esos confines en los que ahora habitan, desde allí nos llaman y nos ofrecen su testimonio y su coraje, su afán de navegantes en la expedición hacia la verdad de las cosas y los seres. La ciencia, muchas veces, es más que conocimiento pasión y emoción ante la realidad y los misterios que la envuelven, es , creo yo, la emoción de tocar el infinito. Así lo pinto Miguel Ángel en su famoso cuadro “La creación” en donde el hombre extiende su mano para intentar tocar la mano del “Creador”, en este caso tocar el dedo de otros seres que nos aguardan allá en los confines del universo en donde nace la luz que esta noche acaricia mis ojos.

Que más da que sea carbono, silicio, gas o líquido, sólido o plasma. El río de la existencia discurre por el lecho del tiempo, el universo es la morada última de todos nosotros, el principio y el final de todas las cosas. Todas las cosmologías relatan la aventura de un viaje fabuloso en el que los hombres se dejan arrastra en el océano cósmico. Quizá una “sirena” solitaria nos llama desde un recóndito lugar para conducirnos al abismo en el que descubriremos las raíces sobre las que nacimos en la noche de los tiempos.

Encontremos planetas y nos abrazaremos a otros seres y con ellos reanudaremos nuestro viaje más allá. Eternamente.

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