Si tuviésemos que realizar una selección de temas de entre los que más interés despierta y ha despertado a lo largo de los tiempos en el mundo de la creación artística y literaria seguramente el primero sería “el amor”. No es banal el asunto si lo miramos, además, por el lado de la ciencia, es decir puramente biológico, dado que el amor para nosotros los seres humanos es el motor que de una manera u otra mantiene vivo el propio instinto de supervivencia, al menos desde que nos hacemos llamar “homo sapiens”.
La ciencia también se ocupa de este asunto del amor, y platea de manera sistemática, bajo el punto de vista de la psicología y de la biología respuestas que permitan descifrar los mecanismos que regulan las manifestaciones del amor tomando en cuenta los bioquímicos y genéticos que actúan en nuestro cerebro a la hora de enfrentarnos y resolver los conflictos y las necesidades que como seres humanos nos planteamos en este terreno.
Evidentemente el amor tiene muchas acepciones y son muchos los enfoques que se le pueden dar. Aquí nos referiremos al amor como mecanismos orientado a las relaciones de pareja y a los aspectos sexuales como praxis y fin biológico.
Empezaremos diciendo que son tres los procesos cerebrales distintos los que a juicio de los expertos entran en juego en el calendario amatorio de los seres humanos. A saber: El impulso sexual, considerado la primera fase del amor que esta regulado por la testosterona (masculina) y los estrógenos (femeninos). En segundo lugar la atracción sexual selectiva y por último el cariño, que es el lazo afectivo que permite alargar la duración del interés amoroso y que a la larga sostiene a las parejas más allá de la pasión.
La antropóloga Helen Fisher de la Universidad de Rutgers en New Jersey en los últimos años ha dedicado numerosos experimentos tanto en el laboratorio como en el ámbito de la investigación social mediante encuestas a parejas, que le han llevado a la idea de que los tres procesos cerebrales mencionados tienen unas profundas raíces evolutivas comunes con el resto de especies.
¿Se pueden consignar pruebas evidentes de la actuación tanto de la testosterona, los estrógenos, los neurotransmisores, la dopamina, vasopresina y otros en los proceso desencadenados en las actividades amorosas? La respuesta es si. Por un lado los hombres con más testosterona en la sangre tienden a practicar más sexo, pero también las mujeres suelen sentir más deseo sexual alrededor del periodo de ovulación, cuando suben los niveles de testosterona. El declinar de esta hormona con la edad va asociado a la reducción de todos los tipos de libido, incluidas las fantasías sexuales.
La observación de la actividad cerebral ante los estímulos de tipo sexual se centra en la zona del cerebro llamada “córtex cingulado anterior” en donde se registra mayor actividad cuando al sujeto se le muestran imágenes de claro contenido sexual.
Es verdad, sin embargo, que la forma de actuar de la testosterona en el hombre no es un mecanismo exclusivamente bioquímico. Los psicólogos del Face Research Laboratory de la Universidad de Aberdeen, Reino Unido, acaban de demostrar, por ejemplo, que los altos niveles de testosterona -incluso en el mismo hombre, cuando varían en distintos momentos- se correlacionan con su gusto por los rasgos de la cara asociados a la feminidad, en genérico, como ojos grandes, labios llenos, etcétera. De modo similar, muchos estudios han mostrado que las opiniones y gustos de las mujeres sobre el atractivo masculino están afectados por los niveles de las hormonas sexuales. Estas observaciones son muy útiles para formular una teoría psicosomática del amor. Podemos afirmar que la racionalidad del ser humano, en el campo del comportamiento amoroso esta marcada por la presión cultural, por los rasgos externos y por la ritualidad que le ponemos a este asunto. Mientras que el ritual para seleccionar pareja en los animales no llega a durar más de unas horas o a lo sumo unos días, en los seres humanos el “cortejo” para seleccionar pareja se puede prolongar hasta un año y medio. Lo cual refuerza la idea del poder que ejerce nuestra racionalidad en el desarrollo de la actividad amorosa y sexual.
La selección de la pareja en el sentido de la procreación esta sujeta en los seres humanos a complejos mecanismo psicológicos que nos distancian mucho del resto de animales. Es por ello que aun cuando la biología esta orientada, en el caso del ser humano, a cumplir a rajatabla su destino, escrito en los genes, no nos escapamos de la componentes psicológicas, sociales o culturales de nuestra personalidad . Quizá estas componentes del amor son las más complejas de estudiar bajo el punto de vista de las neurociencias, y por supuesto han de se tenidas en cuenta en los modelos que la bioquímica y la genética nos permiten formular de la cuestión del amor y el sexo.
La dopamina y la vasopresina, por ejemplo, son sustancias con un importante protagonismo en el cerebro para amplificar y comunicar información vital en los procesos del placer que lógicamente son fundamentales en la puesta en funcionamientos de los mecanismos amorosos en los que entre el juego el sexo como catalizador.
Ante una foto de su amada, en un experimento de análisis de imágenes del cerebro, en un individuo se activan las rutas de la dopamina dentro de los circuitos del placer, de tal manera que se producen comportamientos claramente identificables orientados al refuerzo del ritual y el cortejo, o la selección de pareja.
El gen de la infidelidad
¿Es posible diagnosticar a través de la genética o la bioquímica algún trastorno relacionado con el amor y el comportamiento sexual de los seres humanos? Pues la respuesta es si. Concretamente la variante de un gen conocida con el nombre de “alelo 334”, denominado por algunos como el “gen de la infidelidad”
Investigadores del Instituto Karolinska de Suecia han publicado en la revista científica Proceedings of the National Academy of Sciences los resultados de un estudio según el cual los hombres que carecen de la variante de este que influye en la actividad del cerebro tienen mayor capacidad de compromiso con la mujer.
La variante alelo 334 es la encargado de regular precisamente la vasopresina, que se reproduce naturalmente, con los orgasmos, por ejemplo, y que está presente en la mayoría de los mamíferos.
Como explicaba al periódico EL PAÍS Hasse Walum, investigador del mencionado instituto el 40% de los individuos estudiados en un experimento llevaban una o dos copias del alelo 334. Tener esa variante, ¿qué significaba? Pues que estos hombres duplicaban también la probabilidad de haber sufrido una crisis marital o de relación durante el último año, a diferencia de los hombres que carecían de esa variante. Las mujeres que se casaron o unieron con los hombres que llevaban esas copias del gen se mostraron menos satisfechas de su relación amorosa con relación a las que se unieron con hombres sin esa variante.
Ahora algunos hombres podrán decir a sus parejas cuando les confiesen una aventurilla amorosa: ¡cariño la culpa la tiene el alelo 334! La cosa quiza no debería ser tan estrictamente científica, cuando se trate de explicar o justificar determinados problemas relacionados con el amor y el sexo en la especia “homo sapiens”, pero al menos aquí les he mostrado una cara de la moneda, ustedes pueden aportar la otra con su experiencia vital. Que sean felices en el amor.
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